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La Gran División

Un año de lucha y desesperación: la pandemia amenaza con poner fin a los sueños de una clase de estudiantes inmigrantes

‘Vamos a perder niños que nunca vamos a recuperar’

Fredy Solís, que recientemente emigró de Guatemala, intentó aprender desde casa durante el último año. Durante la pandemia, el Globe siguió a la clase de español de Fredy, compuesta por 11 miembros, en la Academia de Recién Llegados de Boston International, para entender mejor cómo el cierre de las escuelas ha afectado a los estudiantes más vulnerables de la ciudad.Erin Clark/Globe Staff

La Gran División es una serie investigativa que explora la desigualdad educativa en Boston y en todo el estado. Regístrate para recibir nuestro boletín de noticias, y ponte en contacto con nosotros en thegreatdivide@globe.com para darnos ideas de historias y enviarnos denuncias.

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Sonaba bastante fácil, especialmente para un estudiante de noveno grado inteligente y motivado como Fredy Solís: Abrir la aplicación y... apretar la invitación.

Pero Fredy, un inmigrante guatemalteco que entonces tenía 15 años, se sintió paralizado ante las instrucciones que le envió su profesor de español en marzo del año pasado. Primero la contraseña no funcionó. Luego no supo cómo encender el audio. Antes de llegar a Estados Unidos, seis meses antes, nunca había tocado una computadora.

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Sentado en una silla metálica plegable en el dormitorio escasamente amoblado que compartía con su padre, Fredy se sentía incómodo y avergonzado. Le preocupaba no poder alcanzar los sueños en los que acababa de empezar a creer: aprender inglés y graduarse de la escuela secundaria.

Muchos estudiantes como él, que se esforzaban por tener una vida mejor, sintieron que la misma sombra caía sobre sus esperanzas y planes.

La Academia de Recién Llegados de Boston International — donde los salones de clase estuvieron vacíos la mayor parte de 2020 — ha servido durante mucho tiempo como refugio educativo para estudiantes inmigrantes que tuvieron escasa escolarización en sus países de origen.Erin Clark/Globe Staff

Entre los millones de estudiantes de todo el país cuya educación se vio alterada hace un año por la pandemia, los nuevos estudiantes de inglés, como Fredy, son los que corren mayor riesgo. Era cierto antes de la covid, pero ahora el éxito es mucho más difícil. Para comprender los extraordinarios esfuerzos y obstáculos con los que tienen que lidiar estos recién llegados a Estados Unidos, un equipo del Globe siguió de cerca a una clase de la Academia de Recién Llegados de Boston International (BINcA, por su sigla en inglés) durante la mayor parte del año pasado.

Las historias de los estudiantes resultaron, alternadamente, sorprendentes y desoladoras. La pura determinación ayudaría a algunos de los 11 alumnos de la clase del maestro Celoni Espínola a superar la crisis, pero la determinación no fue suficiente. Algunos vacilarían, otros fracasarían y otros, simplemente, desaparecerían.

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Los que resistieron vieron con consternación y una sensación de impotencia absoluta cómo el aprendizaje que antes llenaba el aula con una conversación animada se reducía a los confines de una pantalla cuadriculada, un portal tan estrecho que casi podían ver cómo se cerraba.

Fredy estaba decidido a no estar entre aquellos cuyos rostros dejaron de aparecer en la clase de Zoom en su pantalla. Pero a medida que las semanas de aprendizaje a distancia se convertían en meses, se preguntaba quién sería el siguiente en irse.

¿Sería él?


Debido a que las escuelas pasaron a ser a distancia, muchos estudiantes dejaron de asistir
Cuando las aulas se volvieron virtuales, 1 de cada 4 estudiantes de inglés abandonó sus clases a nivel nacional. (Shelby Lum/Globe Staff)

En todo el país, en las grandes ciudades y en los extensos distritos rurales, los estudiantes han desaparecido desde que sus escuelas cerraron el pasado mes de marzo.

Sus ausencias siguen siendo en parte un misterio, que probablemente no se entenderá del todo durante años. De momento, las cifras son solo estimaciones. Pero los investigadores dicen que una cosa está clara: los estudiantes que son nuevos en este país, y en el inglés, han dejado la escuela a un ritmo mayor que la mayoría de los demás. Y son aquellos que más tienen que perder.

Cuando el grupo nacional Bellwether Education Partners se propuso calcular cuántos estudiantes de los entornos más marginados — incluidos los de inglés, los jóvenes sin hogar y los estudiantes con necesidades especiales — se ausentaron en gran medida de la escuela en otoño, los resultados dejaron atónitos incluso a algunos de los observadores más pesimistas.

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Hasta tres millones. Uno de cada cuatro.

A nivel nacional, hasta tres millones de estudiantes de entornos marginados, incluidos los de inglés, se ausentaron en gran medida de la escuela en otoño, según cálculos de Bellwether Education Partners.

Eso incluye 1,2 millones de estudiantes de inglés en todo el país: más que el número total de niños matriculados en la escuela en Massachusetts. “Es una cifra enorme”, afirma Hailly Korman, socia principal de Bellwether. “Sin una estrategia realmente intensiva y cuidadosamente dirigida, van a sufrir las consecuencias de esto durante el resto de sus vidas. Y es probable que los efectos sean intergeneracionales”.

Algunos estudiantes carecían de las herramientas técnicas o de los conocimientos necesarios para continuar sus clases en línea. Algunos se sintieron abrumados al esforzarse por dominar un nuevo idioma sin apoyo presencial. Otros han tenido que buscar todo el trabajo remunerado posible para mantener económicamente a flote a sus familias. Algunos se han quedado sin hogar, sin un lugar desde el que conectarse.

Fredy esperaba un autobús urbano en Dorchester. El chico de 16 años se fue de Guatemala a Boston en 2019 para ayudar económicamente a su familia. Pero en BINcA, rápidamente — y de alguna forma para su sorpresa — se convirtió en un estudiante destacado.Erin Clark/Globe Staff

La lucha actual por retener a los estudiantes de inglés tiene sus raíces en una profunda historia de abandono. Las escuelas de todo el país, y de Massachusetts, llevan mucho tiempo sin satisfacer las necesidades de los alumnos que aprenden inglés. En todo el estado, dependiendo del año, tienen entre tres y cinco veces más probabilidades de abandonar la escuela secundaria que sus compañeros nacidos en Estados Unidos.

Aunque los expertos y los educadores creen que muchos estudiantes de inglés regresarán cuando las escuelas vuelvan a abrir sus puertas — aunque con meses, sino años, de aprendizaje para ponerse al día — temen que un número incalculable de ellos no vuelva nunca.

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“La mayor preocupación”, dijo Amaya García, especialista en estudiantes de inglés de New America, un laboratorio de ideas con sede en Washington D.C., “es que dejen la escuela por completo, y los perdamos”.


Desde los seis años, Fredy Solís tenía dos trabajos: asistir a la escuela primaria en su pueblo, en el altiplano del este de Guatemala, y trabajar largas horas bajo el caluroso sol en la finca de café que siempre tenía a su familia en apuros económicos.

Sabía cuál de las dos funciones sería la prioritaria. Después de sexto grado, el lugar más cercano donde podía continuar su educación estaba a dos horas en carro. Su familia no podía permitirse enviarlo allí. Así que Fredy trabajaba en la finca a tiempo completo durante la semana, cortando y atando leña y desbrozando alrededor de los pequeños y frondosos cafetos, mientras estudiaba las tareas de la escuela por correspondencia. Los sábados viajaba al “círculo de estudio” de la escuela, donde intentaba dominar en un día el material de una semana.

A Fredy le parecía inútil. Sus obligaciones en la finca le dejaban poco tiempo para estudiar, pero su madre quería que siguiera en la escuela, así que, por ella, hacía lo que podía.

Entonces, una tarde de la primavera de 2019, la noche anterior a un examen importante, Fredy recibió una llamada telefónica que cambiaría su vida para siempre. Era su padre, con una noticia impactante: planeaba irse al día siguiente a Estados Unidos, y esperaba llevarse al chico de 14 años con él.

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Fredy pensó que tenía que ser una broma. Ya habían hablado antes de ir a Estados Unidos, pero nunca con gran urgencia.

“Tenemos que ir pronto. Van a cerrar la frontera”, dijo su padre.

“¿Qué dice mi mamá?”, preguntó Fredy. “¿Está de acuerdo?”.

“Sí”, fue la respuesta. “Ella dice que está bien”.”

El adolescente tenía solo unas horas para decidir. Significaría dejar a su madre y a sus hermanos. Pero su familia estaba desesperada y Fredy, como siempre, quería ayudar.

Su padre había apostado a lo grande por el café en 2010, cuando pidió prestados unos 12.000 dólares para comprar fertilizantes y otros suministros. Cuando el precio del café se desplomó más tarde, no pudo seguir pagando su deuda. En Estados Unidos, esperaba poder saldarla definitivamente. Si no lo hacía, la familia perdería su tierra y su casa.

Con un trabajo en Estados Unidos, Fredy podría contribuir. Tal vez incluso podría enviar a casa el dinero para la matrícula de la escuela de sus hermanos menores. La idea lo inspiró: si iban a la escuela de verdad, podrían ser “alguien en la vida”.

La decisión no fue difícil. Hizo una pequeña maleta para el largo viaje.

En Boston, Fredy fue asignado en septiembre de 2019 a la escuela conocida como BINcA, y colocado en la clase de Celoni Espínola.

Fue un golpe de suerte para un chico que no había tenido mucha suerte.

La escuela donde Fredy había aterrizado era la única de su tipo en Boston, y una de las pocas del estado. Ubicada junto a la escuela secundaria Boston International, en un edificio de ladrillos del siglo XIX con altas ventanas arqueadas en una calle tranquila donde Dorchester se funde con Mattapan, estaba diseñada para los nuevos estudiantes de inglés como él, ofreciéndoles ayuda académica y asesoramiento adicionales, y profesores multilingües que entienden sus necesidades. Más de la mitad de los profesores de la escuela son inmigrantes o hijos de inmigrantes: modelos a seguir instantáneos para sus ambiciosos alumnos.

Desde el principio, Fredy quedó sorprendido con el apoyo que le ofrecía su nueva escuela. Poco después de su llegada, el personal de BINcA le dio un teléfono inteligente para ayudarlo a orientarse en la ciudad y mantenerse en contacto con sus profesores y amigos. Los profesores se quedaban todos los días después de clase para ofrecer tutorías.

Días antes del cierre de las escuelas en marzo de 2020, los 11 estudiantes de la unida clase de español de Celoni Espínola se reunieron para una foto. Desde la izquierda, con las edades actuales de los alumnos: Nohemy Mauricio, 18 años, Guatemala; Lilian Garcia Flores, 18 años, Guatemala; Marlon González Mateo, 18 años, Guatemala; José Paz, 17 años, Honduras; Maicol Rodríguez, 17 años, República Dominicana; José Maldonado, 18 años, Honduras; Enderson Paredes, 17 años, República Dominicana; Frainy Custodio Romero, 18 años, República Dominicana; Juancel Ledesma, 17 años, República Dominicana; Isaías Rodezno Guardado, 20 años, Honduras; y Fredy Solís, 16 años, Guatemala. Celoni Espinola

Sus profesores lo empujaron a leer mucho más de lo que había hecho antes, tanto en español como en inglés. En clase con Espínola —un veterano profesor e inmigrante de España que sabía de primera mano lo que suponía dominar el inglés— Fredy leyó sobre las vidas de los líderes de los derechos civiles Rosa Parks y César Chávez, y a escritores como Oscar Wilde traducidos al español. La mejora de su alfabetización facilitó todos los aspectos de su nueva vida, desde orientarse por las rutas de autobús de Boston hasta el uso de su nuevo teléfono inteligente.

Sin embargo, fue en las matemáticas donde sus nuevas destrezas brillaron más.

En Guatemala, Fredy solo había aprendido aritmética básica en la escuela de su pueblo. En BINcA, tuvo que encontrar el valor de X y contemplar los números negativos. Durante semanas estuvo tan perdido que no se molestó en hacer los deberes.

Lección a lección, haciendo preguntas a medida que avanzaba, Fredy fue entendiendo. Acertó una respuesta, y luego otra. Su pánico disminuyó. Y entonces, un día en la clase de matemáticas, meses después de su llegada, “me di cuenta de que entendía lo que la maestra hacía mientras los demás no entendían”, recuerda Fredy.

Generoso por naturaleza, empezó a ayudar a sus compañeros, que acudían a sentarse cerca del alumno estrella. “No alcanzaba a explicarles uno por uno, entonces a mí me tocaba ayudarle a la maestra a explicar [la lección] a todos los estudiantes”, dice.

El viaje de Fredy a Boston se originó en un sentido de obligación con su familia, no en una ambición personal. Sin embargo, cuando su primer semestre en BINcA llegaba a su fin, en los últimos meses de 2019, había empezado a darse cuenta de hasta dónde podía llegar.

El viaje de un estudiante de Boston por la pandemia
Fredy salió de Guatemala a Boston en 2019. Estaba empezando a aprender inglés cuando la pandemia ocasionó que cerraran las escuelas. (Shelby Lum/Globe Staff)

El virus llegó con un silencio siniestro el invierno pasado, en 2020, un remolino de rumores y temores vagos, hasta el día en que las escuelas de Boston anunciaron un cierre total. Fredy y sus compañeros se enteraron de la noticia en la escuela, por un profesor que les explicó en español lo que estaba ocurriendo. Fredy se entristeció al dejar la escuela, pero pasó otra semana antes de que comprendiese plenamente la gravedad de la situación: que estaría confinado en su casa y que la gente a su alrededor perdería sus trabajos.

A otros jóvenes inmigrantes nadie les contó nada sobre el cierre.

El 17 de marzo de 2020, el primer día que las escuelas de Boston estuvieron cerradas, grupos de estudiantes de habla hispana esperaban en las esquinas unos autobuses que nunca llegaron.

“¿En serio?”, exclamó en español un niño de diez años cuando una reportera le dijo esa mañana que las escuelas habían sido cerradas.

Los sistemas burocráticos de la ciudad se vieron forzados a cambiar de un día para otro e inventar un nuevo sistema escolar en línea, y se esforzaron por conectar con una enorme población multilingüe de inmigrantes. Algunas familias no recibieron información vital; otras no pudieron leerla cuando les llegó. En algunos casos, no se pudo encontrar a los estudiantes que necesitaban computadoras portátiles, ya que sus direcciones y números de teléfono no estaban actualizados.

A los pocos días de la crisis, ya estaba claro que llegar a los estudiantes de inglés a distancia no sería fácil. Si la comunicación básica era ya un reto, ¿cómo se les iba a enseñar inglés a distancia?

En BINcA, la transición inicial fue más suave, facilitada por los sólidos recursos bilingües de la escuela. Los miembros del personal se movilizaron rápidamente para repartir computadoras portátiles y puntos de acceso a internet el último día de clase, y los fueron a entregar a los alumnos que no los recogieron.

El profesor de Fredy, Celoni Espínola, se las arregló para encontrar la manera de que sus alumnos siguieran aprendiendo. Envió a casa todos los libros que había en las estanterías del aula y fotocopió los cuentos para que sus estudiantes pudieran practicar la lectura en casa. Creó un grupo de WhatsApp para cada una de sus clases, consciente de que muchos alumnos, como Fredy, tenían dificultades con la tecnología y el correo electrónico.

Y le preocupaba, desde los primeros días del cierre, qué pasaría con su clase de recién llegados, y cuánto tiempo podrían aguantar.

Celoni Espínola sabía que muchos de sus alumnos enfrentarían peligros académicos y económicos abrumadores durante la pandemia.Erin Clark/Globe Staff

“Son alumnos menos independientes que la mayoría de los demás”, dijo el profesor. “Son especialmente vulnerables”.

Entre los alumnos de la clase de Espínola del pasado invierno había dos chicas y nueve chicos, incluido Fredy. Todos habían llegado de uno de estos tres países: Honduras, Guatemala o República Dominicana. Casi todos hablaban español como lengua materna; todos habían dejado atrás los hogares de su infancia y a sus seres queridos para sumergirse en una nueva vida en un nuevo y extraño país. Sus vínculos comunes los unieron rápidamente, a pesar de sus orígenes tan diferentes.

Acababan de empezar a orientarse y a hablar y entender inglés cuando la pandemia los arrancó de sus aulas.

Entre sus compañeros de BINcA, Nohemy Mauricio, que entonces tenía 17 años, había encontrado una familia sustituta, un grupo heterogéneo que remplazaba a sus hermanos en la lejana Guatemala. La joven de pelo oscuro había decidido audazmente, por sí sola, dejar atrás una vida de trabajo agotador en la finca de su familia. (El Globe convino en utilizar el segundo nombre de Nohemy, y el apellido de soltera de su madre, para proteger su identidad). Había viajado sola más de 4800 kilómetros hasta Boston, donde vivía con un hermano que había hecho el viaje antes que ella. Ella también soñaba con convertirse en una persona grande, con una educación y una profesión respetada. Era una posibilidad remota, pero con su escuela como guía, incluso una meta improbable parecía posible.

Para Isaías Rodezno Guardado, la tensión entre la escuela y el trabajo era enorme. Incluso antes de la pandemia, asistir a BINcA requería una resistencia casi sobrehumana para este joven hondureño que entonces tenía 18 años, dado su agotador horario de trabajo como cocinero en un restaurante mexicano y sus cuatro horas diarias de viaje por la ciudad para ir y volver de la escuela. Isaías anhelaba una vida mejor y sabía que necesitaba saber inglés para triunfar. Así que le pidió a su escuela que lo ayudara a trasladarse a una secundaria más cercana a su casa en Brighton. Tal vez así podría encontrar el equilibrio y unas cuantas horas más de sueño.

Espínola se preocupaba por todos ellos, pero especialmente por Nohemy e Isaías, de quienes sabía que estaban en Boston sin sus padres. Aislados de su escuela por la pandemia, con un apoyo mínimo en casa, corrían el riesgo de la soledad, la ansiedad y la depresión, y también el de abandonar los estudios.

Espínola también sabía que la recesión económica iba a devastar a las familias de la escuela, que dependían en gran medida de los empleos en el sector de la hostelería. Los cierres masivos de restaurantes durante la pandemia sin duda obligarían a algunos de sus alumnos a trabajar más horas.

“Podías sentir el miedo”, dijo. “Sabía que tendrían que compensar esa pérdida de ingresos”.

Para Fredy ese miedo se hizo evidente casi de inmediato. Tanto las horas de trabajo de su padre como las de su escuela se redujeron con la orden de confinamiento. Para el estudiante de noveno grado, las dos horas de inglés al día pasaron a ser dos horas por semana. El tiempo de matemáticas se redujo a una hora semanal. “Era muy poco”, dice.

Fredy trató de aprovecharlo al máximo. Incluso en su atestado apartamento buscaba los rincones más tranquilos a la hora de las clases y organizaba su material escolar en pilas ordenadas: los libros en una pila ordenada, los resaltadores al lado.

Fredy participó en la clase de matemáticas desde el apartamento de su familia en Upham’s Corner.Erin Clark / Globe Staff

Para estudiantes como Isaías, que había tenido problemas con la escuela presencial, el cambio al aprendizaje en línea fue aún más desorientador. Intentó conectarse un par de veces, pero se dio cuenta de que no podía concentrarse. Pronto dejó de asistir, un presagio del éxodo mayor que estaba por venir.

Sin embargo, su profesor no se daba por vencido.

¿Qué te pasa, muchacho?, escribió Espínola por WhatsApp en primavera, cuando Isaías llevaba un mes sin ir a clase.

La verdad ni sé si [voy] a seguir estudiando ya con esta situación, le respondió Isaías.

Lo entiendo, respondió Espínola. Pero creo que sería muy bueno para ti. Tú eres mucho más fuerte que el virus.

El profesor siguió en busca de las palabras para hacer cambiar de opinión al muchacho. Pero cuando miraba su pantalla cada vez que empezaba la clase, Isaías no estaba allí.


Las semillas de la desaparición de Isaías se habían plantado hace mucho tiempo.

Décadas antes de que él naciera, una generación anterior de jóvenes inmigrantes desapareció de las escuelas de Boston, sin haber llegado a pisar las aulas. Unos 10.000 niños en edad escolar, en su mayoría hispanohablantes, fueron excluidos por completo de la escuela a mediados del siglo XX, o retenidos en programas que no les enseñaban nada, rechazados por las autoridades escolares porque no hablaban inglés o tenían grandes lagunas en su educación previa.

Hace 50 años, un equipo de investigadores se propuso entrevistar a cientos de esos niños y documentar sus historias de aprendizaje perdido. Su informe, publicado en el otoño de 1970, impulsó la reforma y la primera ley de educación bilingüe del país. Pero en los años siguientes, Massachusetts ha luchado constantemente para llegar a sus alumnos inmigrantes y retenerlos. En la actualidad, la condición de alumno de inglés está más relacionada con el fracaso escolar que cualquier otro factor, incluidos la pobreza, la raza y la discapacidad.

RELACIONADA: Lee el informe completo de 1970, “La forma en que vamos a la escuela: La exclusión de los niños en Boston” (en inglés)

El problema es complejo. Pero en Boston, la escasez crónica y continua de apoyo bilingüe y la persistente falta de flexibilidad de la jornada escolar están entre algunas de sus enmarañadas raíces. No existe una base de datos central del distrito que identifique al personal bilingüe y sus asignaciones escolares, para ayudar a colocar a los nuevos alumnos con quienes hablan su idioma. Aunque decenas de estudiantes inmigrantes deben trabajar muchas horas para sobrevivir y mantener a sus familias, hay pocas opciones de horarios escolares adaptables o programas de créditos laborales.

En el caso de Isaías, las exigencias de compaginar el trabajo y la escuela sin comodidad han amenazado su educación desde el principio.

Isaías ayudó a cuidar a su sobrino de 18 meses, Oliver, en el apartamento que comparte con su hermana y su familia en Brighton.Erin Clark/Globe Staff

En Honduras, Isaías había estudiado hasta los 14 años, pero solo llegó hasta cuarto grado, frenado por una discapacidad visual y su necesidad de colaborar en la finca de su familia. No veía un futuro para sí mismo en su país de origen, sin dinero para comprar su propia tierra. Así que a principios de 2019, cuando tenía 17 años, siguió los pasos de tres hermanos mayores y emprendió camino hacia Estados Unidos.

Rápidamente encontró un trabajo de 50 horas semanales en un restaurante mexicano, no muy lejos del apartamento de Brighton donde compartía habitación con su hermana. Desde las 4 p.m. hasta la medianoche, todos los días de la semana, Isaías picaba verduras y carne para los tacos y otros platos. Pero BINcA estaba en el lado opuesto de la ciudad. Todas las mañanas se levantaba a las 5:30 para hacer un viaje de dos horas en transporte público — un autobús, un tren de la línea naranja y otro autobús — que lo dejaba en su escuela en Dorchester a las 8 a.m.

Rara vez dormía más de cinco horas seguidas. “No descansó [mi] mente”, dijo Isaías.

El adolescente sabía que no tenía que ser tan duro. Durante su primer verano en Boston, había descubierto un edificio escolar grande y de aspecto importante en una colina de su barrio. Preguntó y confirmó que Brighton High formaba parte del sistema público de la ciudad y estaba abierto a estudiantes como él, que necesitaban ayuda adicional para aprender inglés.

De hecho, Brighton High tenía una gran población de estudiantes inmigrantes y muchas clases para los que aprendían inglés, aunque no tenía, como BINcA, un programa intensivo para los recién llegados. Isaías se preguntó por qué nadie lo había mencionado como opción. Si pudiera matricularse allí, podría dormir más, estudiar más y hacer su vida más llevadera.

Ninguna de las escuelas secundarias de Boston, incluida BINcA, hace lo suficiente para apoyar a algunos estudiantes inmigrantes que necesitan trabajar, dijo Roger Rice, director ejecutivo de Multicultural Education Training and Advocacy, Inc., una organización nacional sin fines de lucro que aboga por los derechos de los estudiantes de inglés. Eso, señaló Rice, es una violación de una orden judicial federal de 1994 que dice que el distrito debe gastar fondos federales para incorporar horarios de clase más flexibles y otras alternativas para los estudiantes inmigrantes con educación limitada. (El director de la escuela, Tony King, dice que BINcA sí permite algunos horarios flexibles).

RELACIONADA: Lee la causa civil federal de 1994 (en inglés)

Rice cree que las escuelas como BINcA deberían considerar seriamente el pago de estipendios a los estudiantes para que no se vean obligados a elegir entre estudiar o trabajar. La idea no es tan descabellada: hace casi tres años, Charlestown High School empezó a pagar a algunos estudiantes 1500 dólares por asistir a cinco semanas de escuela de verano.

Pero no existía esa opción para Isaías.

Al menos tres veces en 2019 y 2020, él o su hermana mayor le dijeron al personal de su escuela que quería transferirse a Brighton High, cerca de su casa. Luego esperó, por el papeleo o las instrucciones. Pero pasaron las semanas y los meses, y no ocurrió nada.

La pandemia había puesto fin a sus largos desplazamientos. Pero la escuela virtual era otro obstáculo, uno que hacía que el aprendizaje se sintiera aún más inalcanzable.

Estudiando en línea, “no pude entender nada”, dijo.


A Fredy le parecía que la primavera era eterna. Sus temores sobre su futuro iban en aumento, ya que sentía que académicamente retrocedía.

“Yo quería tener buenas notas y ganar mi año”, dice. “Pero fue tan difícil entrar”.

En casa, con un padre que solo hablaba español, Fredy tuvo pocas oportunidades de practicar el inglés. Su pronunciación se resintió, como la de sus compañeros de clase. Sentía que olvidaba los pasos de las diferentes tareas matemáticas que antes le venían automáticamente.

Un cansado Fredy trató de mantenerse motivado durante una clase de inglés.Erin Clark/Globe Staff

Decidido a oponer resistencia a su retroceso, se inventó un trabajo extra para sí mismo, para ver lecciones de inglés en YouTube y copiar frases clave en un cuaderno con espiral:

That student, ese estudiante

This pencil, este lápiz

No se parecía en nada a una clase real, ni a una conversación real. Pero era lo mejor que podía hacer.

Fredy seguía entrando, pero otros estudiantes cayeron en la ausencia crónica. La mitad de los alumnos de la clase de español de Fredy con Espínola había dejado de conectarse. A lo largo de la primavera, solo un tercio de los estudiantes de secundaria de Boston se conectó cada día, según los datos del distrito escolar. Los porcentajes varían mucho, desde el 60 por ciento de media en la Escuela de Matemáticas y Ciencias John D. O’Bryant hasta el 17 por ciento en la escuela secundaria Charlestown. BINcA se encuentra en el medio, con un 41 por ciento de los estudiantes conectados cada día.

Y luego estaban los estudiantes que se conectaban, pero seguían ausentes en todos los demás aspectos.

Antes de la pandemia, en la clase que compartía con Fredy e Isaías, Nohemy Mauricio era conocida por sus agallas y por ser respondona. La vivaz adolescente, una de las dos chicas de la muy unida clase de estudiantes de inglés, se desenvolvía con soltura en un aula llena de chicos.

Pero algo sucedió cuando sus clases se trasladaron a internet: su presencia, brillante y audaz en persona, pareció atenuarse.

En la escuela normal, Nohemy podía quedarse después de la clase o llamar discretamente al profesor para pedirle ayuda. En línea, si hacía una pregunta, todo el mundo sabía que no entendía. Se sentía expuesta y temía parecer tonta. Así que apagó la cámara de su computadora portátil y apenas habló.

“No me gusta hablar con todos mirando”, dijo.

Su presencia silenciosa preocupó a Espínola. Pero los profesores también eran nuevos en el aprendizaje en línea. En esas primeras semanas y meses, pocos aprovecharon al máximo las herramientas que podrían haber ayudado a Nohemy. No enviaban regularmente a los alumnos a “reuniones paralelas” en línea para grupos pequeños, donde ella podría haberse sentido más cómoda para hablar, dijo Nohemy. Tampoco organizaron pequeños grupos de estudio para que los alumnos estuvieran conectados entre clases.

Algunos estudiantes se pusieron en contacto por su cuenta. Pero Nohemy —lo suficientemente audaz como para salir sola de casa a un nuevo país, pero aún producto de su educación rural y conservadora— era demasiado tímida para pedir el número de sus compañeros de clase. Así que se pasó la primavera añorando a los amigos perdidos, incluido Fredy, que una vez la había ayudado con las matemáticas.

Para el verano, el virus había remitido en la ciudad, y el clima permitía las clases al aire libre. Pero el Departamento de Educación del estado no recomendó dar prioridad a los estudiantes de inglés para la escuela de verano —ya sea en persona o en línea— y Boston no llevó a ningún estudiante a sus edificios durante esa estación, al menos no oficialmente. Otros distritos, como Plymouth y Foxborough, abrieron sus puertas a algunos estudiantes durante el verano.

Nohemy intentó estudiar desde el apartamento de su familia en Dorchester.Erin Clark/Globe Staff

Celoni Espínola no esperó a que el distrito actuase. Antes de la pandemia, el profesor había llevado habitualmente a sus alumnos a museos, parques y teatros, enseñándoles que Boston, y sus tesoros, también les pertenecía. Sabía que sus alumnos habían pasado meses encerrados mirando sus pantallas. Así que planificó una serie de excursiones al aire libre y con distanciamiento social como parte de su plan de estudios de verano.

“Sentí que tenía que llevarlos afuera para que caminaran al aire libre y a la luz del sol”, dijo el profesor. “Habían estado en un entorno tan cerrado... La escuela era uno de los pocos lugares sociales de sus vidas”.

Los alumnos esperaban con impaciencia la primera salida, un paseo por la naturaleza junto al río Neponset en julio. Por fin, tras cuatro largos meses separados, volverían a estar juntos en persona.

Se encontraron frente a la estación de Ashmont, en Dorchester, a un kilómetro y medio de su escuela. Nohemy sintió un torrente de felicidad cuando vio a Espínola esperando en la acera. Luego vio a su compañero de clase Fredy Solís. Radiantes tras sus mascarillas, algunos estudiantes se abrazaron, aunque su profesor les había advertido que se mantuvieran a dos metros de distancia.

Celoni Espínola se reunió con un grupo de estudiantes en el río Neponset para una rara excursión en persona el verano pasado. Fredy, segundo por la derecha, sostiene su mochila, y Nohemy está sentada en una roca.Celoni Espinola

Caminando por la costa pantanosa, maravillada por lo mucho que se parecía a los lugares que conocía en Guatemala, Nohemy saboreó la preciosa sensación de normalidad. “Estaba tan agradecida de salir de mi casa... ser sacada de mi aburrida vida para ver alto tan bello”, dijo.

Su tregua de verano no duraría. Después de solo tres salidas, las excursiones fueron canceladas; Espínola decidió que había demasiado riesgo en los viajes en metro de sus alumnos. La escuela de verano volvió a funcionar en línea, y Nohemy volvió a retroceder, sin apenas decir una palabra cuando se presentaba a sus clases.


Antes de la pandemia, el padre de Fredy se había centrado en ganarse la vida para la familia; Fredy, en la escuela. Ese no había sido su plan original. Pero Fredy, con su cara de niño, no podía encontrar un trabajo. “Me ven muy chiquito”, dijo. Eso resultó ser una especie de bendición, ya que le permitió dedicarse a la escuela y al aprendizaje.

Pero después de que la pizzería en la que el padre de Fredy lavaba los platos redujera sus horas de trabajo de 35 a 20 en los primeros días de la pandemia, no pudo juntar suficiente dinero para pagar las deudas que tenía por la finca de café en Guatemala. Apenas podía pagar el alquiler mensual de 733 dólares de su habitación.

Fredy consideró la posibilidad de buscar un trabajo como lavaplatos en julio y agosto, pero con la interminable competencia de otros adultos y adolescentes sin trabajo, le preocupaba no llamar la atención de nadie.

El país acababa de perder 20 millones de puestos de trabajo, y las familias hispanas y latinas como la de Fredy sufrieron más que la mayoría. En todo Estados Unidos, casi la mitad de los trabajadores latinos sufrieron recortes salariales o perdieron sus empleos por completo el año pasado, según la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos. En todo el estado, más de 250.000 trabajadores de restaurantes perdieron sus empleos temporalmente o para siempre, según la Asociación de Restaurantes de Massachusetts.

En todo Estados Unidos, casi la mitad de los trabajadores latinos sufrieron recortes salariales o perdieron sus empleos por completo el año pasado, según la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos.

A medida que el verano se alargaba, y la angustia de su padre se agudizaba, a Fredy le resultaba imposible olvidar la arriesgada apuesta que habían hecho al venir a Boston. El momento en que lo hicieron, resultó ser desastroso. La tierra y el sustento de su familia estaban en juego; cada semana que crecía su deuda, aumentaba el riesgo de perderlo todo. A veces, la escuela parecía un capricho absurdo.

Para Isaías, que vive con su hermana y su familia, la presión económica era igualmente intensa. En primavera, había perdido su antiguo trabajo en el restaurante mexicano. Sin sueldo ni padres en los que apoyarse, temía quedarse sin hogar. Pero también se sentía paralizado por el miedo a conseguir un trabajo, contagiarse del virus y llevarlo a casa. “Yo estaba enfadado conmigo mismo por no tener trabajo”, dijo.

En agosto, finalmente encontró un nuevo trabajo, como cocinero en un restaurante coreano. Llevaba apenas unas semanas, aprendiendo todavía las recetas y las rutinas, cuando el jefe de cocina le planteó una decisión angustiante.

Se abría el turno de día, y podía ser para Isaías. El nuevo horario significaría más horas — y más dinero — para el inmigrante hondureño. Pero si aceptaba el nuevo turno, entraría en conflicto con sus clases cuando el colegio volviera a empezar en septiembre.

En su puesto de trabajo en la ajetreada cocina, inhalando nubes de vapor con aroma a chile, Isaías se planteó su dilema. Era cierto que hacía meses que no se conectaba a sus clases en línea. Pero siempre había planeado volver a la escuela cuando se reabrieran los edificios. Sabía que su hermana mayor, que actuaba como su madre en su hogar adoptivo, se sentiría decepcionada si dejaba de aprender inglés. Y sabía que eso limitaría sus posibilidades futuras.

Pero los estudiantes de Boston aún no sabían — incluso a finales de agosto — si las clases serían presenciales o a distancia. Y a Isaías todavía le aterraba la idea de reanudar su pesadilla de ir al colegio en Dorchester. Como nadie le había ayudado a cambiarse a una escuela más cercana a su casa, se enfrentaría a la misma rutina de siempre cuando quiera que las escuelas volvieran a abrir.

Y el joven recordaba vivamente el terror que había sentido cuando perdió su antiguo trabajo en primavera. “Nadie me mantiene”, dijo. “Tengo que pagar biles”.

Temeroso de demorar en la respuesta, le dijo a su jefe que haría el turno de día. Así que cuando las clases en línea se reanudaron el 21 de septiembre, Isaías seguía todavía entre los que faltaban.

Isaías camina hacia su trabajo de cocinero en un restaurante coreano.Erin Clark/Globe Staff

La clase de BINcA, muy unida, era de 11 personas antes del cierre de las escuelas. Apenas seis se presentaron a las lecciones en línea en primavera. No obstante, nueve miembros del grupo volvieron en septiembre, cuando se reanudaron las clases. Pero, en algunos casos, su reaparición fue fugaz. Y dos estudiantes no volvieron en absoluto, ambos por razones de supervivencia económica.

Su profesor, Celoni Espínola, había temido incluso antes de la pandemia que Isaías pudiera dejar la escuela. Pero la marcha de Lilian Garcia Flores, una inmigrante de 18 años procedente de Guatemala, lo dejó atónito.

“Lilian era una de mis alumnas más brillantes”, dijo Espínola. “Cuando las clases pasaron a ser en línea, ella me prometió que vendría”.

Lilian solo había estudiado hasta tercer grado en Guatemala, pero mejoró su alfabetización al leer la Biblia en los descansos entre las tareas domésticas en la finca de café de su padre. Antes de la pandemia, su papá trabajaba mientras Lilian se concentraba en la escuela. Pero cuando él perdió su puesto en el colapso económico que siguió, Lilian tomó dos trabajos de comida rápida y, con la bendición de su padre, abandonó los estudios. “Él sabía que necesitábamos el dinero”, dice. Al igual que la familia de Fredy, tenían deudas en Guatemala.

Las escuelas de toda la ciudad sufrieron pérdidas similares el pasado otoño. Casi 100 estudiantes de secundaria, inmigrantes en las primeras etapas de aprendizaje de inglés, no regresaron a la escuela en el otoño de 2020, el doble del número del año anterior, según las cifras del distrito. Y el número total de estudiantes de inglés en todo el sistema escolar cayó en picada — y de manera un tanto misteriosa — de alrededor de 16.000 en 2019 a 14.000 este año escolar. Si bien los funcionarios del sistema escolar dicen que eso se debe en parte a que menos inmigrantes llegan a la ciudad, los expertos y los defensores de los inmigrantes creen que cientos, sino miles, de estudiantes locales pueden estar entre los desaparecidos y desvinculados este año escolar.

“Vamos a perder niños que nunca vamos a recuperar”, dijo Miren Uriarte, miembro del Grupo de Trabajo de Estudiantes de Inglés del Comité Escolar de Boston.

Entre los estudiantes que regresaron a BINcA en el otoño, la asistencia fue más fuerte que en la primavera. Más del 80 por ciento se conectó cada semana, el doble de la tasa de la primavera pasada. Y lo hicieron, en algunos casos, contra todo pronóstico. Al menos uno de los nueve estudiantes que regresaron se había quedado sin hogar desde la primavera pasada, y a veces entraba en clase desde los refugios.

Meses después de que Isaías abandonara la escuela, Tony King, de BINcA, parecía sorprendido y desconcertado al enterarse de su solicitud no atendida, anterior a la pandemia, de trasladarse a una escuela más cercana a su casa. De hecho, resulta que el primer paso del traslado había sido aprobado por los profesores y la oficina central del distrito. Pero nadie se puso en contacto con Isaías para avisarle.

“Es un problema solucionable”, dijo King. “Hemos hecho esto antes, así que no estoy seguro de lo que pasó”.

“Me gustaría que pudiéramos tener un gestor de casos [con] un gran presupuesto, para asegurarnos de que se cubren las necesidades básicas de nuestros estudiantes”, dijo el director de la escuela. “Porque estos alumnos quieren ir a la escuela”.

Ese apoyo adicional habría ayudado casi con toda seguridad a los alumnos de la clase de Celoni Espínola. El profesor se había esforzado por salvar a sus alumnos, incluso después de que la clase terminase oficialmente en verano, pero el sistema era menos flexible.

A medida que amenazaba el frío y las tasas de infección volvían a dispararse —y cuando algunos de los nueve alumnos restantes desaparecieron de Zoom— Espínola se preguntó: ¿habían hecho lo suficiente?


En septiembre, seis meses después de enviar a los estudiantes a casa, los líderes escolares de Boston finalmente anunciaron que los primeros estudiantes de inglés podrían regresar dos días a la semana a clases presenciales, junto con algunos estudiantes con necesidades especiales y otros que se habían quedado sin techo o estaban en hogares de acogida.

En cuanto se abrieron las puertas, Fredy, que no había encontrado trabajo, estaba allí. Acribillaba a sus profesores con preguntas y se deleitaba almorzando con sus compañeros una vez más, compartiendo las nuevas palabras en inglés que habían aprendido y ayudándose mutuamente en la pronunciación. Ansiaba más. “Dos días no son suficientes”, decía.

También Nohemy sintió que se disipaba la niebla cuando supo que podía ir a la escuela en persona dos veces por semana. Para prepararse para su primer día, se lavó y cepilló su pelo negro hasta la cintura. Por primera vez en meses, tenía algo que esperar.

Pero cuando encontró su nueva clase de inglés y eligió un asiento en la parte de atrás, la profesora pidió algo que la desoló:

Saquen los audífonos y las computadoras.

Nohemy pensó que había entendido mal. “¿Por qué necesitamos las computadoras, Miss?”, preguntó.

Porque van a entrar al Zoom, le dijo la maestra.

Para que los profesores pudieran enseñar tanto a los estudiantes en el aula como a los que seguían aprendiendo en casa, ambos grupos de estudiantes tendrían que entrar en Zoom.

A Nohemy se le revolvió el estómago mientras esas palabras se le quedaban grabadas.

Esa misma mañana, cuando levantó la mano para preguntar algo en su pantalla, Nohemy esperaba que la profesora se acercase a su mesa para ayudarla. Pero la instructora se quedó en la parte delantera del aula, mirando su propia computadora mientras respondía.

Conocida en la escuela por su personalidad animada y extrovertida, Nohemy ha tenido problemas para sentirse conectada y motivada durante la pandemia.Erin Clark/Globe Staff

Encerrada en el pequeño apartamento de su hermano durante tantos meses, con su familia lejos, Nohemy había anhelado una conexión personal. La sonrisa tranquilizadora de un profesor. La risa de un amigo.

Pero en la escuela en la era de la covid, “ni siquiera se te acercan los maestros”, dijo Nohemy.

No volvió a la escuela después del primer día. Menos de un mes después, el distrito suspendió por completo la enseñanza presencial porque los casos de coronavirus habían aumentado en Boston.

El agotamiento y la desesperación de Nohemy volvieron a aparecer. Le costaba recordar datos básicos y rutinas. “No tengo ganas de hacer muchas cosas, ni siquiera de hablar con mis amigas”, dijo una tarde de noviembre. “No tengo nada de que hablar”.

Pensó en intentar buscar un terapeuta, pero no estaba segura de cómo hacerlo, o si podría pagar el costo.

Nohemy estaba desapareciendo, y no era la única entre sus compañeros de clase.

Técnicamente, estos estudiantes seguían presentes, conectados a sus clases en línea al menos algunos días. Pero en todos los demás aspectos significativos, estaban ausentes: eran fantasmas en Zoom, con sus cámaras y micrófonos apagados.

En noviembre, Nohemy estaba por reprobar todas clases. Sus profesores estaban preocupados, pero nunca consideraron que la adolescente pudiera estar deprimida. En busca de una solución académica, trataron de persuadirla de que volviera a una parte diferente en la escuela, con clases más pequeñas impartidas totalmente en español. Nohemy pensó que eso sería vergonzoso. Se negó.

“Soy tan diferente ahora. No era así antes”, reflexiona. “Antes yo sacaba buenas calificaciones”.

De los 11 estudiantes de inglés de la clase seguida por el Globe, dos —Isaías y Lilian— se desconectaron definitivamente la primavera pasada. Otros dos, incluida Nohemy, seguían técnicamente matriculados este invierno, pero faltaron a tantas clases que reprobaron los dos primeros trimestres. Los otros siete asisten con regularidad a las clases en línea, pero uno de ellos se retrasó en sus trabajos y durante el primer trimestre recibió múltiples calificaciones que decían que sus tareas estaban incompletas. La asistencia de otro disminuyó drásticamente en diciembre. A cuatro de los estudiantes, incluido Fredy, les está yendo relativamente bien.

‘Vamos a perder niños que nunca vamos a recuperar.’

Miren Uriarte, miembro del Grupo de Trabajo de Estudiantes de Inglés del Comité Escolar de Boston

A principios de invierno, el hermano de Nohemy le aconsejó que tomara una decisión. “Si no quieres estudiar, renuncia con el director mismo”, le dijo. Nohemy pensó que podría tener razón, pero dudó. ¿Podría tener la vida que deseaba si dejaba sus estudios?

En febrero, cuando tuvo la opción de asistir a la escuela en persona cuatro días a la semana, Nohemy empezó a ir con más regularidad y a hacer sus tareas. Se sentía más como una escuela real, en la que los profesores podían centrarse únicamente en los alumnos del aula. Y con un nuevo trabajo en el que lavaba platos en un restaurante varias noches a la semana, la joven se sentía revitalizada.

En su interior seguía existiendo esa chica testaruda e intrépida que una vez estuvo en un campo de maíz, bajo un sol abrasador, y prometió volver a encontrar su camino de vuelta al aula. Todavía no estaba preparada para abandonar ese sueño.

Nohemy llegó a BINcA, donde pudo regresar en febrero a clases presenciales.Erin Clark/Globe Staff

Para los estudiantes de inglés como Fredy Solís, que se han presentado fielmente a la escuela en línea durante el último año, las pérdidas han sido más sutiles, pero aun así potencialmente devastadoras. Con su escolarización tan fundamentalmente alterada, y con tanto terreno académico que recuperar, ellos también corren el riesgo de que sus sueños se descarrilen.

Cuando el aire se volvió frío el pasado otoño, Fredy sintió que la desesperanza se apoderaba de él. Su padre, Fredy Octavio, no avanzaba en el pago de sus deudas y no podía enviar dinero para mantener a su esposa e hijos. Además, con una vieja lesión en la columna vertebral y sin dominar el inglés, sus perspectivas laborales eran extremadamente limitadas. “Tengo que trabajar para pagar las deudas que hizo él”, dijo el adolescente.

Fredy intensificó su búsqueda de trabajo. Una mañana de mediados de octubre, se vistió con su mejor camisa y pantalones para una entrevista en un restaurante de comida rápida de Roxbury. Mientras la gerenta, una inmigrante de El Salvador, conducía a Fredy desde las freidoras a la oficina, al adolescente le temblaban las manos. Pero su amable conversación en español hizo que el joven se sintiera rápidamente como en casa.

Antes de salir del restaurante, Fredy supo que tenía el puesto: 30 horas de trabajo, en su mayoría después de la escuela.

Sintió una oleada de alivio y una avalancha de preocupación.

Aquellas preciosas horas después de la escuela en las que había buscado la ayuda de los profesores se perderían, por ahora. Y en el futuro inmediato, tendría que hacer malabarismos entre un nuevo trabajo y una versión de la escuela que hacía más difícil el aprendizaje.

El objetivo que Fredy se había fijado antes de la pandemia, graduarse de la secundaria a los 19 años, parecía cada vez más distante y fuera de su alcance, como aquellos días preciosos y embriagadores en el aula de Espínola en los que sintió que despertaba su propio potencial.

“Veo que me está costando... enfocar y entender las cosas”, escribió por mensaje de texto a finales de noviembre. “Pienso que será un poco más difícil”.

Cuando, en enero, Boston anunció un plan para permitir que los estudiantes de inglés volvieran a las aulas, era la oportunidad que había esperado. Pero en lugar de la alegría que una vez imaginó sentir ante tal noticia, Fredy solo se sintió ansioso y en conflicto.

Fredy caminó por las calles vacías a las 3:30 a.m., volviendo a casa después de un largo turno de trabajo.Erin Clark/Globe Staff

Se esperaba que todos los estudiantes asistieran cuatro días a la semana, sin concederles ninguna flexibilidad. Fredy sabía que sus turnos nocturnos en el restaurante de comida rápida lo harían casi imposible. Hasta cinco noches a la semana trabaja después de la hora de cierre, cuando limpia el suelo y los mostradores y habla con sus compañeros hasta las 2 a.m. A menudo, camina a casa solo y no se acuesta hasta las 4 a.m.

¿Cómo podría despertarse a tiempo para tomar el autobús a la escuela? ¿Cómo podría sobrevivir con solo una o dos horas de sueño?

Durante el invierno, el horario de trabajo de su padre se había reducido, de nuevo. “Ahorita no tiene casi nada [de horas]”, dijo Fredy. Ante la urgente necesidad económica de su familia, Fredy dijo a sus profesores que ejercería su opción de seguir con la escuela en línea.

En la computadora portátil de su casa, donde sigue conectándose obedientemente a las clases en línea, Fredy alcanza a vislumbrar las aulas reabiertas de su escuela y a los alumnos que han conseguido volver.

Anhela estar entre ellos.

“Yo había querido volver a la escuela, a las clases presenciales”, dice. “Pero ahora me toca decir que no”.

Traducción de inglés a español por Sabrina Duque.


The Great Divide

Bianca Vázquez Toness can be reached at bianca.toness@globe.com. Follow her @biancavtoness. Jenna Russell can be reached at jenna.russell@globe.com. Follow her on Twitter @jrussglobe.